Lo que está ocurriendo con la todavía presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, es una deplorable batalla por el poder que ya tendría que haberse resuelto cuando menos para devolverle un poco de seriedad a la política. Pero es más grave, y tiene peor solución, el desprestigio que está sufriendo una Universidad, la Rey Juan Carlos, con 40.000 alumnos y el antecedente de un rector destituido por plagiario. El mal está hecho aunque todavía no cerrado y urge ponerle coto.
Centenares de profesores honrados y millares de futuros profesionales no pueden seguir despertando dudas injustas ni los títulos conseguidos por los graduados estigmatizados por una imagen de universidad chanchullera que la URJC se está ganando. Muchos estudiantes ya se han manifestado y son la inmensa mayoría los que expresan su preocupación y disgusto. Realmente no hay derecho a que el beneficio de algunas personas dañe a un colectivo tan importante.
Urgen, por lo tanto, decisiones rápidas y contundentes para que la imagen de la Universidad bajo sospecha, y por contagio de la Universidad española en general, se reivindique ante la opinión pública y ante el mercado de trabajo en el que tanto tiene que influir. El ejemplo de Cifuentes enrocándose en el cargo no puede ser imitado ni un día más por quienes por acción, omisión o vista gorda, si es que no por algún interés espurio, incurrieron en semejante marrullería.
La dimisión de todos los responsables, directos e indirectos, debería ser el primer paso para iniciar una limpieza de personas y sistemas de control que demuestre que semejantes irregularidades no volverán a cometerse. Conocemos el nauseabundo ambiente de corrupción que existe en España, empezando por los gobiernos en sus diferentes niveles, como para que además, la Universidad incurra también al deterioro de las instituciones y la pérdida de confianza que están sufriendo.
La oxigenación de la URJC, la ruptura de sus vínculos con sectores políticos, la recuperación de la moral del profesorado, la tranquilidad de los alumnos, la dignificación de sus títulos académicos y la devolución a la opinión pública de la confianza en su seriedad, su solvencia, su independencia son ahora un objetivo apremiante. En este reto tendrán que volcarse las nuevas autoridades madrileñas y, aunque este fuera de sus competencias, el Ministerio de Educación.
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Salvar la Universidad
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