Por mucho que se esfuercen las autoridades en recalcar que se ocupan de la llamada tercera edad, que cada vez que se trata el tema acudan en la tv a una bonita y pintadita Casa de los abuelos, buenas comidas y con alegres declaraciones de los ancianos. Parece que este grupo poco interesa que, como decía un pariente campesino, “viejo y mierda es la misma cosa”.
Y no por la crisis ni la inflación que repercute negativamente ante cualquier intento de mejorías. En los momentos de mayor esplendor en las finanzas, jamás una persona mayor tuvo un trato diferenciado en el pago de cualquier bien o servicio. Muy poca o ninguna prioridad.
Un vecino llamado Pedro, de ochenta y tantos años ya jubilado, debe hacer labores de jardinería no por amor a las flores ni al ornato de la comunidad, sino para sobrevivir. Pues resulta que por tal labor debe pagar impuestos. Punto final para no proferir una barbaridad que hasta Facebook me saque de juego.
Pero la vida te da sorpresas, como reza ese estribillo entonado por el panameño Rubén Blades. En una panadería privada, de muy aceptable calidad y precio no abusivo situada frente al hospital Oncológico, la larga fila se hacía en la acera de enfrente, a la sombra de los almendros.
Ignorando tal organización anti solar, intento entrar junto a una joven cuando desde el otro lado la cola rompe en exclamaciones de reproche. Opto por las disculpas y seguir mi camino, pero con dulzura pocas veces escuchada, me dice una muchacha:
-Tranquilo, abuelo, que yo le compro el pan.
Doble la alegría. El buen pan a la mesa y esa inusual acción de una joven que fue educada en el respeto a los mayores. El pan nuestro de cada día. ¡Qué rápido se dice la fracesita!