Si el Estado tiene que aportar dinero de todos los españoles para ‘rescatar’ empresas debe establecer una gestión que beneficie a los ciudadanos. No pasa una semana sin que se conozcan nuevos, y espectaculares, datos sobre los costes soportados por todos los españoles para hacer posible el rescate del sistema financiero. Un plan de salvamento que puede llegar a costar al Estado casi 148.000 millones de euros, casi el 15% del PIB. Y que, sin embargo, por ahora no ha servido para restablecer el flujo del crédito ni, por lo tanto, para animar la recuperación económica y facilitar la necesaria creación de empleo.
Cierto que este dinero tal vez no tenga que ser desembolsado en su totalidad. Las últimas cifras del Banco de España hablaban de una inyección directa de e capital de 61.366 millones, de los que ha se habrían perdido casi 40.000. Y, aunque un tercio del total ha sido asumido por el sector a través del Fondo de Garantía de Depósitos, eso no necesariamente ha redundado en beneficio alguno para los ciudadanos. Las entidades, por supuesto, han pasado y pasarán este coste a los clientes a través de comisiones y otras ‘tarifas’ por servicios y disponen de una excusa más para explicar su poca disposición a prestar dinero.
El resto son compromisos adquiridos que podrían derivarse en pagos futuros entre avales, esquemas de protección de activos, créditos fiscales y otras lindezas. Es decir, una hipoteca para el futuro de unas cuántas generaciones que ya ha aumentado la deuda pública, a pesar de los recortes, y que podría aumentarla más si se da el caso. Y hay que ponerse a temblar cuando se escucha que eso no va a suceder. Tampoco parecía posible hace sólo un lustro que las cajas de ahorros, que suponían el 50% del sistema financiero fueran a desaparecer y, sin embargo, así ha sido.
O sea que por poco probable que parezca algún escenario no debe descartarse. Así que la justificación del Gobierno sobre el último regalo que ha hecho a los bancos con esos 40.000 millones en activos fiscales diferidos que, según esta versión, serían un mero apunte contable que nunca va a materializarse no puede servir en el actual contexto. Si el Estado puede correr el riesgo de tener que asumir la totalidad o una parte de esta cifra, la simple posibilidad, por remota que parezca, ya es otra carga que se impone a los contribuyentes españoles. Que, por culpa de todo esto, han visto mermados sus derechos laborales, recortadas la educación y la sanidad públicas, van a tener que jubilarse más tarde y ven reducidas sus posibilidades de cobrar una pensión decente.
De modo que pasando por alto asuntos tan fundamentales como el coste en términos de pérdida de puestos de trabajo que ha traído esta fiesta y hasta asumiendo que la salvación del sistema financiero era más prioritaria que la creación de empleo, lo que no deja de ser más que discutible, nos encontramos como mínimo ante una curiosa incógnita. Si el dinero de los impuestos ha servido para financiar las monumentales roturas provocadas por el desastre ¿Por qué no se hace cargo el estado directamente de la gestión de las entidades que tiene que rescatar?
La pregunta está sin responder. La ideología ‘neoliberal’ dominante parece haber impuesto de tal manera su dudoso axioma de que la gestión privada supera a la pública que los dirigentes políticos no parecen ni siquiera preocuparse de esta cuestión. Es así porque es así. Otro dogma de fe sin ningún respaldo objetivo real. Más bien sucede lo contrario. Parece que han sido determinados intereses privados en connivencia con una forma de ejercer el poder demasiado poco cuidadosa con los intereses de todos los ciudadanos los que han provocado la catástrofe.
Y, sin embargo, tras asumir las cuantiosas facturas de las que hablábamos antes, los gobiernos ponen al frente de las entidades rescatadas a ‘profesionales’ que provienen de ese ejército dudoso y les permite gestionarlas sin control alguno. Les permite, por ejemplo, que despidan trabajadores o ejecuten desahucios, sin ir más lejos. Decisiones que se toman, supuestamente, para defender los intereses de los contribuyentes, cuando la única defensa real de estos sería orientar la estrategia de estas empresas hacia el objetivo de facilitar la creación de empleo.
En definitiva, nadie ha explicado aún los motivos por los que no se nacionalizan las entidades rescatadas. Ni piensa hacerlo. Y hay aún algún que otro peligro más en el horizonte. La posibilidad, por ejemplo, de que cuando tras estas inyecciones de dinero público sumadas a las ventajas de los avales y a los recortes de plantilla hagan efecto, cuando esas entidades quebradas estén saneadas de verdad, se ‘devuelvan’ al sector privado a un precio más que razonable para el comprador. O sea que los ciudadanos asuman el coste del arreglo y le entreguen una empresa flamante a un tercero que ‘pasaba por ahí que es quien finalmente sacaría beneficio de los sacrificios del resto.
Es más, incluso si finalmente el Estado ‘ganará dinero’ con estas ventas, lo que a estas alturas ya se sabe que es imposible y hasta ha tenido que ser reconocido así por las instancias oficiales correspondientes, ¿quién es capaz de compensar todo el sufrimiento que se ha generado?
Se mire por donde se mire, la ecuación sólo tiene una solución posible: una vez más una ‘afortunada’ minoría va a sacar provecho del dolor y el esfuerzo de la mayor parte de los ciudadanos. Aunque quizá haya llegado la hora de que éstos, en su condición de votantes, empiecen a pensarse con mucho cuidado a quién y por qué van a dar su apoyo en las urnas en las próximas citas electorales.
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