UGT y CCOO se enfrentan a un panorama mucho más oscuro del que parecen entrever los actuales dirigentes de ambos sindicatos. En la primavera de 2012, la canción ‘A Cántaros’ de Pablo Guerrero cumplió 40 años. En las crónicas escritas entonces con motivo de la efeméride se hacia hincapié en la vigencia de su mensaje. En otro ‘deja vu’ de los muchos a los que nos tiene acostumbrados la crisis actual, parece evidente que esa necesidad de un chaparrón de lluvia fresca que limpie el viciado panorama social y político que el cantautor extremeño percibía en 1972 sigue existiendo e incluso puede ser más perentoria que entonces. Y, lo que quizá sea peor, también afecta a algunas organizaciones que en los viejos tiempos heroicos del ‘antifranquismo’ parecían estar en la vanguardia de la lucha por las libertades.
El deterioro de la imagen pública de los dos grandes sindicatos, UGT y CCOO, es notorio. En momentos, como los actuales, cuando el ataque de los poderes públicos a los derechos laborales consolidados tras décadas de lucha ha alcanzado una mayor virulencia, y la precarización del nuevo empleo que se crea pone en peligro el futuro de unas cuantas generaciones de españoles, el poder de convocatoria de estas organizaciones ‘obreras’ simplemente da risa. De hecho, en algunas batallas, como la defensa de la sanidad y la educación públicas, en las que la movilización continua ha jugado un papel decisivo, las centrales de clase han tenido que esconderse y ceder el protagonismo a otros movimientos sociales.
Los actuales dirigentes de los sindicatos parecen perdidos y, a pesar de que a estas alturas ni siquiera puede descartarse la futura desaparición de las organizaciones que lideran, siguen sin reaccionar como deberían ante la espectacular crisis de credibilidad que padecen estas instituciones. Un proceso que se ha acelerado con los grandes escándalos descubiertos, como el ‘caso de los ERE’ andaluz, pero que se inició mucho antes, con la generalización de la corrupción visible en casi cada centro de trabajo, la incapacidad para incorporar a la juventud al movimiento y la conversión paulatina de las centrales en empresas de servicios, dispuestas a sacar beneficios gracias al dinero público ingresado.
Las cuentas que acaba de presentar CCOO, con su millón de euros de beneficio, dan fe de esta metamorfosis. Es obvio que con el dinero procedente de las cuotas de los afiliados ni este ni ningún sindicato podría mantenerse. Más aún cuando da la sensación, por la relación entre los ingresos declarados por este concepto, la cuota que se paga y el supuesto número total de ‘militantes’, que los sindicalistas con carné son muchos menos de los que se declaran. Y, por lo tanto, no hay nada que objetar en que se busquen otras vías de ingresos, pero no convendría olvidar que los sindicatos no son empresas privadas. Su razón de ser es la defensa de los derechos de los trabajadores. Y esa debería ser su tarea prioritaria.
La verdad es que no parece que lo sea. Ni tampoco que exista ningún plan de regeneración en marcha dentro de estas organizaciones más allá de los imprescindibles cambios cosméticos que aseguren la supervivencia de los miembros de las correspondientes cúpulas. Hay, por ejemplo, una clara tendencia en UGT a intentar vender como renovación un cambio de ‘caras’ controlado por el ‘aparato’.
Nadie entiende que en Andalucía, la organización que se enfrenta al peor momento de su historia, haya optado por cambiar a su dirigencia sin convocar un congreso extraordinario, como si algún cerebro privilegiado parezca estar convencido que basta con poner al frente de la organización a una mujer menor de cincuenta años para proyectar al exterior la idea de que algo ha cambiado sin que, en realidad, haya cambiado nada.
No queremos aquí poner en duda la capacidad de Carmen Castilla, la nueva secretaria general del sindicato en Andalucía, ni mucho menos. Habrá que esperar y ver los resultados de su gestión antes de ‘ponerle nota’. Pero la forma en la que ha llegado a ocupar el poder es propia de los equilibrios habituales que se dan en los consejos de administración de las empresas privadas y tiene poco que ver con los sistemas de elección abiertos y democráticos que se esperan de un sindicato de clase. Y, desgraciadamente, es casi imposible no encontrar paralelismos entre el ascenso de Castilla y la llegada al poder de la presidenta andaluza Susana Díaz. Aunque en este caso, si hubo posteriormente un congreso del PSOE andaluz que refrendó su elección.
Tal vez este análisis esté equivocado y las últimas decisiones tomadas por los dirigentes de UGT y CCOO sirvan para enderezar el rumbo de estas organizaciones, pero no lo parece a priori. Más bien al contrario. Da la sensación de que las cúpulas sindicales no han entendido todavía que el problema no es ya que ‘tenga que llover’, como decía Pablo Guerrero. El asunto es que el chaparrón está en puertas, es inevitable y puede terminar para siempre con los sindicatos actuales. La tormenta está anunciada y cada vez queda menos tiempo para encontrar un lugar seguro donde ponerse a salvo del aguacero que vendrá.