Si la izquierda y los sindicatos no reaccionan rápido corren el riesgo de desaparecer para siempre del mapa. La pasividad con que algunas organizaciones, como los sindicatos o los partidos de izquierda, parecen afrontar el actual proceso de demolición de los derechos sociales puede provocar su definitiva irrelevancia.
Agotado, o al menos semiparalizado, el auge de las protestas callejeras con que los ciudadanos manifestaron su rechazo a los recortes y las nuevas leyes pensadas para desmontar el estado del bienestar hace sólo un año, algunos colectivos que participaron en ellas parecen haber caído en una suerte de abatimiento desesperanzado.
Empieza a imponerse la idea de que ‘moverse no servirá de nada’ y se extiende una especie de resignación fatalista que paraliza casi cualquier iniciativa, con alguna que otra honrosa excepción perfectamente localizada como las luchas para paralizar la privatización de la sanidad madrileña o la oposición de padres, alumnos y profesores a la espantosa Ley Wert.
Y en este nuevo tiempo de desencanto, que abona el descrédito de los políticos, las antiguas organizaciones de vanguardia o defensa de intereses de clase están completamente desaparecidas del mapa. La inmovilidad de los grandes sindicatos, incapaces de aglutinar en torno a ellos una masa social suficiente para plantar cara a la reforma de las pensiones, por ejemplo, resulta casi patética.
Lo único que parece confirmar este proceder es el creciente rumor de que estamos ante organizaciones absolutamente integradas en el sistema, cuyos dirigentes son también parte de esas élites extractivas llegadas al supuesto servicio público para enriquecerse y gozar de determinados privilegios. Una circunstancia que se acentúa más, toda vez que no hay cambios visibles ni en la dirigencia ni en los modos de actuar que indiquen que la necesaria depuración se ha puesto en marcha.
Y lo mismo, casi punto por punto, podría decirse del gran partido de la izquierda, ese PSOE que se encamina, casi inexorablemente, hacia la desaparición, liderado por figuras gastadas, tocadas por un pasado muy poco glorioso del que formaron parte y empeñadas en debates que desesperan a sus votantes, laminan su base social y alimentan a otras formaciones políticas que parecen también dedicarse a la venta de humo en un momento, en el que lo que parece necesitarse es una acción política contundente.
La triste deriva del socialismo catalán, hasta no hace tanto uno de los grandes partidos españoles por relevancia social y número de votos, es un buen ejemplo de lo que pasa. Con un gobierno conservador en la Generalitat, el PSC es incapaz de desarrollar una labor de oposición convincente metido en un debate como el del derecho a decidir que no puede ser el suyo en un momento en que, como decíamos al principio, hay en marcha una estrategia pensada para desmontar completamente el estado del bienestar.
Y, en este contexto, muchos ciudadanos se preguntan qué se puede hacer, como se puede canalizar la rabia, reconvertir la indignación en acción política y resistir desde las calles, en el parlamento y en los centros de trabajo el duro ataque contra los derechos sociales que se desarrolla desde los restringidos círculos del poder.
Mientras más tarde en llegar la respuesta a estas inquietudes, más fácil lo tendrán algunos líderes con mensajes cercanos al fascismo más rancio para ganar adeptos en el río revuelto de la decepción popular. El imparable ascenso de Marine Le Pen en Francia es un síntoma demasiado claro cómo para dejarlo pasar sin más.