A mi jefe, siempre que habla del accidente de trenes de Santiago, le parece importante recordar que hablamos de una tragedia que tuvo graves consecuencias personales y que lo primero que hay que tener en consideración es a los fallecidos y sus familiares que son quienes merecen toda la solidaridad y el respeto y el cariño.
Dicho esto, quien me paga, cree que es obvio que la desgracia no debe repetirse y que hay que poner en marcha todas las medidas de seguridad que sean necesarias para conseguirlo, las que faltaban, si faltaron, y las adicionales que pueda haber.
Quizá por eso, resulte tan difícil de entender que los directivos de Adif, con su presidente a la cabeza, se lanzarán desde el minuto uno a intentar culpar en solitario al maquinista del tren, como si fuera posible que el operario fuese el único que fallara.
Y tampoco lo entiende el juez, un profesional razonable, que a medida que avanza la instrucción quiere saber más y quiere que declaren los responsables de todas las cuestiones técnicas que ahora se han visto puestas en cuestión y, por lógica, también querrá llegar cuando toque hasta lo más alto de la empresa.
Porque tras una tragedia de estas dimensiones lo lógico es buscar responsables y depurar responsabilidades. Y no vale con señalar al maquinista.
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