Los gobernantes de Corea del Norte, que para algo encabezan el régimen más impresentable del mundo contemporáneo, siguen erre que erre intentando acojonarnos a todos los mortales, y especialmente a sus paisanos del Sur, con sus bombas atómicas y sus bravuconadas. Se ve que sienten nostalgia de aquellos años de la década de los cincuenta en que su península acaparaba los titulares de la prensa con las noticias de un enfrentamiento que ensangrentó a los dos países, ocasionó la muerte a muchos millares de personas y dejó las cosas como estaban, es decir, mal.
La verdad es que nadie está tomándose muy en serio las bravatas incendiarias de los locutores de la radio de Pyongyang, a quienes podemos escuchar por Internet gritando como posesos – además de parecerlo quizás lo sean tampoco hay por qué imaginarlo sólo –, pero la amenaza está ahí y, sobre todo cuando va dirigida a los Estados Unidos, sería motivo para morirse de la risa si nos olvidamos por unos instantes que hay armas nucleares en poder de dementes tras lo cual la inquietud toma cuerpo, y deja el humor congelado entre los labios.
Todo parece que se trata de una estrategia burda de la camarilla que rodea a Kim Jong, el gordinflón heredero de la dinastía comunista de los Kim, para robustecer su endeble imagen de estadista ante los centenares y centenares de miles de militares que al fin y al cabo son los que mantienen controlada la situación de aislamiento, subdesarrollo y demagogia en que se mantiene el país sin tener presente ni la marcha del reloj ni la evolución de los calendarios. Lo de Corea del Norte a estas alturas es, sí, de verdadera aurora boreal.
Claro que en medio del esperpento que ofrece semejante anacronismo, los restos de solidaridad humana que quedan por ahí desperdigados, eso también es cierto, se estremecen recordando el drama en que allí viven y a menudo mueren de hambre, tantos millones de personas como permanecen sometidas a la mayor dictadura, entre tantas como aún quedan, sin ningún margen de libertad para nada que se salga de la férrea disciplina, del vivir bajo el terror, que condiciona todos sus movimientos ya que no iniciativas porque iniciativas propias allí no caben, seguramente ni del propio jefe del Estado.
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La guerra de los coreanos
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