‘Todos a la cárcel’ era el título genial de una película de Berlanga que quizá a más de uno le haya venido a la memoria en estos tiempos. Un momento en el que España, país aparentemente desarrollado y cabecera de la OCDE, ve como sus dos máximas instituciones, la Jefatura del Estado y la Presidencia del Gobierno, aparecen envueltas en sospechosas tramas de presunta corrupción.
Y esa situación excepcional es algo que una sociedad ni puede ni debe aguantar. Al final entre Bárcenas y urdangarines se han conformado unas ciénagas que complican hasta hacer que resulte casi imposible la supervivencia de quienes ostentan la titularidad de esas altas instancias. Sobre todo en el caso del presidente, Mariano Rajoy, aunque resulta probable que también el Rey Juan Carlos debiera plantearse su continuidad sobre todo si quiere que la Monarquía perdure.
En cualquier caso, la acción de gobierno es más decisiva para la vida de unos ciudadanos que empiezan a preguntarse qué pasa con este presidente. Un hombre que como máximo responsable de su partido nombró tesorero a Luis Bárcenas, titular de una cuenta en Suiza que llegó a contener 22 millones de euros escamoteados a la Hacienda española y presunto recopilador de una lista de apuntes en la que el propio Rajoy aparece como perceptor de sobresueldos opacos durante un largo periodo de tiempo que abarca casi dos décadas.
Por todo esto, y aunque hay pruebas más que suficientes de que el PP no es un partido demasiado proclive a la autocrítica, estamos ante un asunto muy grave sobre el que esta organización y su máximo responsable tienen que dar una respuesta clara a la sociedad. Y no vale esa que, de modo instintivo parece brotar de Rajoy, un hombre al que la praxis política parece haber demostrado que quien aguanta gana.
En esta ocasión, el registrador de la propiedad que preside el Gobierno de España se enfrenta por primera vez en su vida a una situación de no retorno, puesto que para que se produzca la catarsis necesaria y para que su partido no desaparezca fragmentado por la presión del imparable descrédito popular sólo tiene una posibilidad: entregar su puesto y dar paso a otro Gobierno, de concentración o no, que este completamente libre de cualquier sospecha de corrupción.
Una situación así siempre causa sobresaltos en la sociedad. Más ahora que la crisis ha devastado a una ciudadanía golpeada por los recortes que asiste a la demolición del estado del bienestar y de muchos derechos sociales que costó mucho tiempo levantar. Por eso, la opinión pública quizá no esté dispuesta a callar ante esta denuncia, cada vez más creíble, de que durante años existió un esquema de financiación ilegal y reparto de sobres en el partido que ahora ocupa el Gobierno.
De ahí en adelante, todo depende del propio Rajoy y de su habilidad y su cintura política para darse cuenta de que sólo su relevo y un cambio radical en la identidad del equipo de Gobierno puede, como hemos dicho antes, asegurar la supervivencia de un partido, obligado a abrir una nueva etapa.
Y quizá no estaría de más que entre operaciones quirúrgicas, exploraciones cinegéticas y vodeviles familiares variados, alguien en la Zarzuela también reflexionara y se diera cuenta de que una retirada a tiempo puede suponer una victoria y lo haga antes de que la Puerta del Sol vuelva a llenarse de ciudadanos indignados y descontentos dispuestos a pagar el pasaje regio a un territorio lejano.
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