Cada vez se pone más en duda la irreversibilidad del euro de la que hablaba este verano el presidente del Banco Central Europeo (BCE), Mario Draghi. Sin embargo, pocos en los mercados creen que las tensiones entre los países del norte y los países del sur vayan a estallar antes de final de año. Por un motivo muy concreto: las elecciones estadounidenses.
Son pocos en Europa los que quieren a Mitt Romney en el poder. Y el candidato republicano, que se acerca hacia su propia derrota -los comicios se celebrarán el próximo 6 de noviembre-, sólo podría sufrir una remontada milagrosa en caso de catástrofe nacional. Un nuevo ataque terrorista en territorio patrio, por ejemplo. O un euro literalmente quebrado, aunque esto suene paradójico a la hora de hablar de problema ‘nacional’ (no lo es tanto si se observan las posiciones de los grandes fondos de pensión norteamericanos en el mapa de la crisis).
Obama es la última esperanza para los que, aún desde dentro de los mercados, buscan una regulación del sistema financiero implantada a escala global. Que no son pocos, siempre y cuando se busque una normativa equilibrada y no vengativa. En este sentido de regular, Bruselas ni tan siquiera es capaz de convencer a sus propios socios, como Londres. La influencia de la Casa Blanca ya es harina de otro costal. Sobre Londres y sobre otras plazas financieras de la talla de Singapur.