Esto de ponerse enfermo, aunque sea de un simple catarro, siempre ha sido mala cosa, pero desde que Mariano Rajoy gobierna la crisis, la cosa aún es peor. La sanidad pública, que nos igualaba bastante a todos no hace tanto, ha pasado a mejor vida. Ahora todo quisque debe pagar una buena parte de las recetas y amoldarse a las restricciones presupuestarias que no entienden de cólicos ni fracturas. Para rescatar a los banqueros de sus problemas e insolvencias hay dinero público, pero para atender a las necesidades más imperiosas de las personas, los presupuestos se recortan.
Mientras en los Estados Unidos se avanza hacia una cobertura sanitaria universal, bien es verdad que de manera desesperantemente lenta, aquí la máquina de la política reduce las coberturas y si algo aumenta en sus planteamientos, es la burocracia que prioriza la presentación de papeles a la urgencia con que los médicos deben actuar ante las urgencias, a menudo dolorosas, que aquejan a los pacientes. Quien no tenga sus papeles a mano o en regla, apenas le queda aguantar y resignarse. Hace mucho que creíamos que eso no volvería a ocurrir.
Pero está ocurriendo en medio de la fiebre de austeridad y recorte del gasto que nos han estado imponiendo los hombres y mujeres del Partido Popular bajo la inspiración de los dichosos mercados y la férrea disciplina decretada desde lejos por la señora Merkel. Nuestra Soberanía está en declive ante los mandatos foráneos, mayormente alemanes, y la docilidad de un Gobierno que prometía hacer milagros y cuatro meses más tarde sólo parece capaz de devolvernos por el túnel del tiempo hacia el pasado. Lo mejor, siempre lo decía mi padre, es no ponerse enfermo. Tenía razón y más que tendría ahora si aún viviese.