Lección de buen gusto

De vez en cuando llega desde Bruselas alguna decisión rebosante de sensatez que nos compensa, aunque sea mínimamente, de tantos desasosiegos como suele provocarnos. Uno de estos días pasados los capitostes comunitarios prohibieron el nombre de un orujo al que sus fabricantes, en una muestra de mal gusto y falta de respeto a la sensibilidad de muchas personas habían bautizado con el nombre de “Hijoputa”. Supongo que en su limitada sesera los fabricantes creyeron que era un nombre gracioso y proclive para que los parroquianos de chigre cutre lo pidiesen entre bromas y chistes baratos antes que cualquier otro licor, incluidos los orujos de la competencia. Y aquí, hasta donde se sigue intuyendo, las autoridades encargadas de estos asuntos, le dieron el visto bueno, igual que tiempo atrás se lo dieron a unos espárragos, “Cojonudos” de impresentable nombre también que, sin mojigatería por supuesto, un servidor nunca pedirá en un restaurante ni escuchará pedir a algún comensal vecino sin ruborizarse.

Los idiomas españoles, empezando por el castellano y sus dialectos, ofrecen infinidad de nombres y adjetivos excelentes para denominar cualquier producto sin caer en la chabacanería que ahora desde Bruselas nos reprochan prohibiendo a los fabricantes de ese orujo, un nombre que se aprovecha de un insulto habitual, de un término pendenciero y en extremo soez para venderlo. Falta de imaginación, desde luego, pero también un sentido mínimo de respeto a una sociedad que merece mayor consideración. Bruselas estima y con razón que “hijoputa”, versión cheli de hijo de puta, es una expresión malsonante en varios países de la Unión Europea y no pueden aceptar su utilización con fines comerciales. En mi opinión, no hará falta que lo repita, hacen muy bien. Me gusta el orujo pero nunca lo beberé, igual que hago con los tales espárragos, sabiendo que responde a ese nombre tan desafortunado, residual de una España profunda a la que tanto le cuesta emerger a la superficie.

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