Menudo nombrecito, Megaupload, se gastaba el portal más sublime de la piratería en la red. Como para pasar inadvertido al FBI que demostró más paciencia que el santo Job antes de decidirse a clausurarlo, buscar por medio mundo a su promotor, el estrafalario Kim Schmitz o Kim Dotcom, que uno ya no sabe como coño se llamaba el sujeto, encontrarlo en Nueva Zelanda y acabar con el robo de derechos de autor a cineastas, compositores y escritores que propiciaba. Se les acabó el chollete a cuantos usufructuaban gratis la creatividad y el trabajo ajenos.
La investigación sobre los intríngulis de Megaupload parece que no ha hecho más que empezar y que pronto irán cayendo en prisión nuevos cómplices no sólo en los Estados Unidos. En España sin ir más lejos se apuntan algunos que imagino no les estará llegando la ropa al cuerpo en espera de escuchar los golpes en la puerta de algún agente de la Benemérita con cara de pocos amigos. Los beneficiados de este género tan moderno de piratería echan el bofe porque se creían con derecho a la propiedad intelectual de los demás y, ya digo, se les ha empezado a acabar lo que se daba. Los tiempos generan nuevas formas de delincuencia y obligan a las autoridades a ponerles coto.
Hace mucho que se echaban de menos leyes claras contra estos delitos cometidos en el éter y, por fin, los poderes públicos de algunos países han empezado a reaccionar. Espero que pronto se incorporen otros. Bienvenidas sean las medidas anti robo que no consideren que hurtar es sólo lo que hacen los gitanos cuando se apropian de una gallina que andaba suelta por el campo. El tal Schmitz o Dotcom, se había hecho multimillonario en dólares y no sólo en kilos de peso, facilitando que el personal baje cine, música o literatura sin pasar por otra taquilla que la de su montaje tan productivo para su fortuna como vil y descarado para la Ley y el Orden.