Grecia ha pasado de ser un mito histórico a convertirse en una pesadilla cotidiana. La economía europea tirita ante su situación penosa que se agrava con la proclividad de los trabajadores a ponerse en huelga – llevan ya diecisiete si no hemos perdido la cuenta — y de los políticos a hacer de su capa un sayo.
Es el perejil de todas las salsas de la confusión que reina en Bruselas y de la mediocridad de los gobernantes que estos años de penurias nos han caído en desgracia. Llevan los griegos muchos meses colgados de la solidaridad de sus socios, que bien mirado también acabará teniendo sus límites, y ahora, cuando parecía que, por fin, las cosas empezaban a encarrilarse, algo verdaderamente dudoso, el ínclito Papandreu no ha tenido peor idea que la de convocar un referéndum no se sabe bien para qué. Tal vez para agitar un poco más las aguas por si ya estaban poco revueltas. Así seguirá la incertidumbre sobre el euro varias semanas, aumentará la prima de riesgo para muchos, y todo en medio de la polémica y con los consiguientes avatares de las bolsas, las tensiones de los mercados y los sobresaltos en torno a un futuro que pinta negro.
Los griegos, por lo menos sus autoridades, gubernamentales y opositoras, que es poco en lo que difieren en cuanto a inutilidad, no parecen muy conscientes de que no están en las mejores condiciones para exigir a quienes tendrán que soltar la mosca o indultarles sus pasados despilfarros. Han colocado al país al borde del precipicio y a la Unión Europea en cola para precipitarse detrás. No pueden pagar su deuda, eso es evidente, y se niegan a colaborar, antes al contrario no muestran reparos en incrementar sus problemas, con quienes mal que bien intentan ayudarles a salvarla. Si Pericles, Aristóteles, Platón o Sócrates, por citar sólo algunos nombres, levantaran la cabeza…