Brujos, al paredón

El ejercicio de la brujería sigue siendo una actividad peligrosa. Ya lo era en tiempos de la Inquisición cuando los brujos podían acabar en la hoguera pública. Pues en Arabia Saudí, donde el tiempo da la impresión de que no pasa, todavía sigue siendo razón para que los severos jueces religiosos decreten la pena de muerte contra el acusado.

Fue lo que le ocurrió uno de estos días atrás al pobre Abdul Hamid al-Fakki, un brujo senegalés que emigró a Riad para ganarse la vida con sus artes esotéricas y, lejos de triunfar como esperaba, acabó con su pescuezo chorreando sangre mientras su cabeza rodaba, con los ojos aún abiertos, rodando por el asfalto caliente de la plaza. La sentencia había sido rápida y el verdugo, bien entrenado, le decapitó de un hachazo firme y certero. Fin de la historia. Nadie prestó mayor importancia al hecho en un país donde se cometen las mayores atrocidades al socaire del petróleo que guarda en el subsuelo. Allí no llega la primavera árabe porque siempre es tiempo tórrido para el agobio de las libertades. Las autoridades tienen barra libre para embolsarse los millones pero el pueblo llano ni siquiera puede disfrutar de un espectáculo de magia disfrazado de brujería. Alguien debe sospechar que al bueno de Alá no debe de gustarle que se practiquen juegos malabares por sus feudos haciendo creer que hay seres humanos con poderes ocultos.

Al pueblo es mejor tenerlo en la inopia y a los aspirantes a brujos, como a Abdul, pasaportados prematuramente al paraíso a ver si tienen suerte y, aunque sea sin cabeza, todavía encuentran por allí a alguna urí sin emparejar para gozarla. El mundo cada vez se vuelve más entrometido en los asuntos ajenos, pero el régimen de Arabia Saudí es el único que sigue tenido bula para todo. Para todo lo malo, por cruel que sea, se entiende.

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