Los griegos están aprendiendo lo que vale un peine, es decir, tener que vérselas con los mercados y con quienes aceptan en primer tiempo de saludo sus órdenes y dictámenes. El Gobierno de Papandreu, heredero de los desmanes en la gestión de la derecha, acaba de dar otro golpe de tuerca al presupuesto del Estado heleno.
La filosofía de los recortes es clara: hay que reducir gastos para obtener las ayudas imprescindibles para que la Hacienda Pública no entre en quiebra. Es la enésima vez que se hace. Ahora las restricciones van a afectar a las pensiones, que ya son bajas y se recortarán hasta un 40 por ciento, y los sueldos de los funcionarios que no sean despedidos – porque muchos engrosarán el paro- sufrirán descuentos en sus salarios hasta del 60 por ciento, que se dice pronto. La reacción de la gente pasa desde la depresión a que condena la impotencia a la indignación que propicia el sufrimiento. Ya llevan dieciséis huelgas generales cuyo éxito si a algo condujo fue a empeorar aún más la situación económica.
En Bruselas casi nadie se entera y quienes se enteran pasan con la ilusión vacua de que el tiempo acabe solucionando lo que los políticos y banqueros no consiguen arreglar. Los cinturones pueden apretarse hasta un límite que sólo los que los abrochan saben hasta donde llega. Quienes desde fuera exigen más y más sacrificios ignoran que hasta los cinturones más sólidos acaban reventando. La cuestión de los mercados y sus agencias de avaluación de riesgos es de cifras, pero la verdadera cuestión de una sociedad integrada por más de once millones de personas es hasta dónde van a aguantar. Apenas hay peligro de golpe de Estado porque los militares no son tan tontos como para no darse cuenta de que su intervención además de ilegal sería contraproducente, pero sí existe peligro de un estallido de protesta de consecuencias graves.
Por esas alturas invisibles que determinan nuestra suerte debería imponerse la idea tan olvidada que quienes están pagando el pato son seres humanos; así de simple.