Viví seis años en Portugal en contacto permanente con la sociedad lusa, de cuyos avatares informé a diario para TVE, y eso creo que me confiere cierta autoridad para opinar que los portugueses son los europeos – y por supuesto los ibéricos – más educados, pacíficos y respetuosos con la libertad de los demás. Claro que en todo hay excepciones y cuando se habla de portugueses nunca hay que descartar que entre ellos también aparezca algún borde y faltón que no puede por menos de empañar la imagen colectiva de aquel pueblo tan conservador y observante de las buenas formas.
El ejemplo más lamentable y deplorable lo tenemos aquí, con el impresentable José Mourinho, el entrenador gamberro, bocazas y matón del Real Madrid. Es un misterio por qué un club, en el que milita una parte de la afición muy digna y respetable, mantiene a semejante personaje al frente del equipo; un entrenador que, además de no ganar competiciones, deteriora su nombre, empaña la nobleza de lo que al fútbol le queda de deporte y perturba la convivencia. Uno de estos días pasados leía en un periódico – no recuerdo cuál, no es que pretenda ignorarlo – que el presidente del Real Madrid, el ínclito y repetidamente fracasado en el cargo Florentino Pérez, debe decidir si quiere que la etiqueta de equipo camorrista que Mourinho le está imprimiendo se consolide entre mantenerle o darle puerta. Mientras el presidente se rasca el bolsillo para cumplir la indemnización que proceda, lo cual entiendo que puede resultarle doloroso a pesar de la facilidad con que dilapida el dinero en fichajes de locura.
Entre tanto, quizás debería tomar medidas intermedias como enguantarle al tal Mourinho las manos para que no pueda agredir a los ojos ajenos, esposarle los pies para que no cocee y ponerle un bozal para salir a la calle de manera que no pueda insultar. Por mis amigos portugueses, que son muchos y todos excelentes, la verdad es que lo siento: no merecen compartir su condición con alguien tan imprensentable.