La crisis nos ha llenado las calles de invitaciones en amarillo a vender el oro que nos queda. Poner en la balanza del comprador las alianzas de la boda y recibir a cambio unos euros para tapar un agujero es el último recurso que nos queda para llegar a fin de mes.
La cosa está muy jodida y ante la falta de liquidez las nostalgias familiares corren serio riesgo de evaporarse. El mercadeo del oro se ha extendido también al de la plata y ahora, por lo que empiezo a ver en algunos anuncios, a los brillantes. A este paso, de las joyas de la abuela, conservadas con tanto cariño en un cofrecito, no va a quedar ni la fotografía colgada en el salón. Últimamente éramos muchos los que ya no creíamos en la tranquilidad que antes proporcionan las joyas y otros objetos de valor.
Pero de pronto todo ha vuelto a donde solía y tener un pedrusco resplandeciente, que enjaretado en el dedo anular debe de suponer un incordio, sin embargo puede proporcionar un alivio en el momento más dramático para la tesorería personal de su propietario. Algún avispado, de tantos como saben sacar partido de los males ajenos, debe de estarse forrando con la compra de oro y otros metales preciosos en saldo. Vivir es lo primero, y para vivir necesitamos comer todos los días, la mala costumbre que peores jugadas nos ocasiona, y más en unos tiempos tan achuchados como los que nos caído últimamente, supongo que del infierno.
El oro y las joyas de la abuela están devaluados pero constituyen una reserva nada desdeñable. Con ellos se cumple la vieja premonición de que cuando las cosas se ponen mal, la sociedad vuelve al oro como el valor más seguro. Y eso que ya todos sabemos que en el fondo, el oro es un metal que más allá de su valor simbólico y a veces sentimental, en la práctica no sirve para nada.