Este año las Navidades han tenido prórroga, bien merecida, que no haya dudas, después del coñazo de tantas comidas familiares, tantas cenas de empresa y tanto intercambio de buenos deseos de felicidad y prosperidad expuestos de dientes para afuera. En esta ocasión el calendario se portó bien y nos ha multiplicado el tiempo para descansar y superar las resacas.
No ha sido lo mejor para paliar la crisis económica, lo sé, pero, ¿qué quieren que les diga?: pues sí, que nos quiten lo bailado que, bien mirado, tampoco ha sido tanto: un par de puentecillos extra, gracias mayormente al viernes convertido en paréntesis de Reyes, y poco más. Además, que ahora toca ponerse al día y sacar lo atrasado después de semanas acumulando deberes y papeles en la confianza de que las fiestas no terminarían nunca, los acreedores se olvidarían de nuestras hipotecas entre los vapores etílicos de la Nochevieja y el humo de los últimos cigarrillos en semilibertad.
Ayer, lunes al cuadrado, todo volvió a donde solía, y hoy el cuerpo bien que se resiente con el cambio, el ring ring siniestro del despertador que ha vuelto a sonar, y la cara de pocos amigos del jefe que no prodiga sonrisas ni en los albores de un año nuevo. El problema de las fiestas es que luego hay que resarcirse del tiempo ganado en poner las fuerzas a punto para seguir trabajando que es el bien que estos días de penuria nos está deparando la suerte a quienes podemos disponer del sudor de nuestras frentes, o de nuestros cerebros suponiendo que los cerebros suden, para ganarnos el pan integral de cada almuerzo.
Es el círculo rutinario de la vida que acaba de ponerle una crucecita a 2010, recién finiquitado bajo el apodo de nefasto, y de abrirle una rendija, muy estrecha bien es verdad, a la ilusión de que el correr de sus meses sea mejor contra tantos pronósticos como de entrada lo pintan de castaño oscuro.