El otro día vimos a Trinidad Jiménez, la flamante ministra de Exteriores, luciendo un colorista poncho, como una indita más, en tierras de Bolivia. Y la verdad es que le sentaba bien; perdón por la frivolidad, estaba guapa. Ignoro si el poncho era de lana de alpaca o de vicuña y tampoco pude apreciar si era de corte quechua o aimará. Conociendo lo atenta que suele estar la diplomacia española a estos detalles, más bien me inclino a pensar que se trataba de un poncho última novedad de fusión altiplánica. Insisto, era bonito.
Lo que ignoro, porque como decía el otro no lo sé, es porqué la ministra tuvo que vestirse un poncho en vez de una cazadora de cuero. ¿Acaso se le perdió la maleta en el vuelo transoceánico? O, ¿será que con las prisas viajó escasa de ropa? Yo no descartaría que fuese el frío el que la obligó, sobre la marcha, a improvisar atuendo con una línea de moda a la que no nos tiene acostumbrados a sus admiradores.
Un colega bastante suspicaz me decía que Trini, a la que no se le escapa ni una, había echado mano a ese recurso para congraciarse, mejor dicho para caerles simpática a las autoridades bolivianas, y particularmente al presidente de las chompas Evo Morales a quien visitó en el hospital donde convalece de una operación de rodilla. “A veces los diplomáticos echan mano de recursos de esta naturaleza”, me explicaba mi amigo. “Pero — le repliqué –, yo nunca he visto a una ministra extranjera en visita oficial a España vestirse de faralaes ni siquiera en tiempos de Franco en que el jefe del Estado habría apreciado mucho un detalle semejante”.
En fin, si es así, pues no sé, ya veo a la ministra teniendo que proveerse de indumentarias étnicas variadas para lucir a tono con las costumbres y modas de cada país que visite. Sentar jurisprudencia con estas cosas tiene sus costos y exige sus renuncias y esfuerzos. ¡Menuda le espera a Trinidad Jiménez cuando visite oficialmente Afganistán y tenga que meterse en un burka!. Además, sin el aliciente de hacerlo por amor.