Cocinera con derecho de pernada

Opinión

Cocinera con derecho de pernada

El paro no se está cebando con los cocineros – y cocineras – cuando son medianamente buenos. ¡Qué va! Es lo que se deduce de unos hechos que desde hace algunos días corren de boca en boca entre los vecinos de una localidad turística del norte de España, de cuyo nombre prefiero no acordarme. Al parecer, aunque la realidad es que la historia no ofrece dudas, la santa esposa del dueño de un restaurante, cuyo nombre también prefiero mantener en el olvido, preocupada por la demora que estaba teniendo la salida de algunos platos, se asomó a la cocina a ver qué pasaba y entre humo y olores a fritanga se topó a bocajarro a su marido de pie contra la pared y haciendo frenéticamente el amor con la cocinera, una inmigrante latinoamericana de buen ver y, al margen de otras cualidades, hábil en el manejo de los fogones.

— Pero, ¿qué haces? — se asegura que exclamó la buena mujer presa de los nervios, sin dar crédito a lo que estaba viendo, y ajena al silencio que sus gritos estaban propiciando en la sala.

Momentos de confusión, por supuesto, como además es fácil imaginarse. La cocinera, con el pompis al aire y el rostro enrojecido, dejó las bragas abandonadas por el suelo y corrió como una exhalación a refugiarse en la despensa, mientras el hombre, su jefe, intentaba superar los nervios, subirse los calzoncillos y los pantalones al tiempo, y, esto más bien se supone porque lo que pasó por su cabeza no consta, trataba mentalmente de reaccionar con algún argumento mínimamente convincente para salir del trance. Se lo proporcionó, con gran rapidez de reflejos, el problema que supone a veces encontrar buenos profesionales en el negocio de la hostelería.

— ¡Coño! Es que nos iba – respondió con autoridad empresarial al tiempo que cerraba la cremallera de la bragueta.

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