No se conoce a nadie que se haya hecho un autorretrato y se haya sacado feo. Mario Conde no contento con uno, (el que hizo de las memorias durante su etapa en prisión), ha sacado un nuevo libro en el que habla de sus “días de gloria”. Cansa un poco escuchar su continua manera de justificarse y su prolongada teoría de la conspiración que lleva a decir que se lo cargaron porque era el más listo de la clase. Tanta vanidad empalaga y provoca sonrisas.
Olvida Mario Conde de qué manera condujo Banesto a la ruina y cuánto dinero costó recuperar su banco, y a cuántos ahorradores timó. Se supone que sus días de gloria en televisión como tertuliano de Intereconomía le han devuelto el ego que tenía perdido. Eso sí, es elogiable el entusiasmo con el que se dispone a contarnos el mismo rollo de entonces, cómo si no hubiera pasado el tiempo por sus canas y por sus aventuras de abuelo Cebolleta.
El máximo icono del pelotazo español, hoy reconvertido en activista del movimiento zen, se pone tierno para que le creamos y demos por bueno que todos los astros se conjuraron en su contra. Pero todos, todos, eso sí que fue una conjunción astral y no lo que anunció Leire Pajín.
Lo que tienen los días de gloria es que sólo se puede volver a ellos en forma de postal, no se pueden revivir ni con experimentos de células madre. Mario Conde es todo corazón, ¡qué ternura provoca leer sus inagotables memorias!, sin duda. Ya sólo falta El Dioni y estamos todos.
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Los días de gloria
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