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Los toros de nuestros pesares

Tenemos fijación con los toros, quizás deberíamos consultar con el psiquiatra de guardia para que nos ponga en tratamiento. ¿Será por los cuernos, coño? O, ¿tal vez porque nuestra península reproduce una piel de toro extendida y eso contagia? Lo cierto es que a los toros los tenemos por todas partes, al alcance de la vista y de la imaginación igual que si se tratase de un tótem religioso.

En los altozanos próximos a las autopistas son un peligro negruzco y tolerado para las vidas propias y ajenas. Para muchos, su manejo en los ruedos es el símbolo supremo del arte. En las dehesas se les montan fiestas al hedor de sus carnes, heridas por los hierros incandescentes, entremezclado con el aroma de los torreznos recién fritos para la parva. Entre tanto hay horteras con tirantes que los estampan en el amarillo de las banderas nacionales en vez del escudo, igual que si no se tratase de una afrenta a nuestra cuestionada enseña patria.

Sin toros vivos, disecados, esculpidos, pintados al óleo o huyendo por calles y plazas de la mofa y el castigo del personal enfebrecido, da la impresión de que aquí no sabemos vivir pero si morir, y no siempre con gloria. Todos los años los toros causan sustos sin cuento y dejan alguna víctima, bien en el albero bien en el asfalto, donde algunos ayuntamientos irresponsables promueven encierros peligrosos en lugar de impedirlos, como parecería lógico. La última víctima mortal, de momento quiero decir, es una mujer de Arganda del Rey que no se atrevió a hacer recortes delante de los astados pero sí a asomarse temerariamente entre los barrotes hasta pagar con la peor de las suertes la proximidad de una testuz enrabietada.

Los malos ejemplos cunden y la salvajada de los sanfermines — que cada julio nos pone en las pantallas de todo el mundo como muestra los seres humanos más extraños de la creación — lejos de invitarnos a huir de la violencia, no sólo de la bélica y la terrorista, nos impulsa a jugar con los toros a la muerte insensata lo mismo, exactamente igual, que si en este país no tuviésemos otra forma de divertirnos.

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Los toros de nuestros pesares

Diego Carcedo

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Diego Carcedo
Etiquetas: Opinión

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