Sólo fue necesaria una conversación para calibrar al personaje. En otoño de 1995, Carlos Humanes me convocó para una original entrevista de trabajo. Yo sabía quién era él. Ya le admiraba. Él, lógicamente, no tenía ni idea de quién era yo. En su despacho, por aquel entonces en la calle Lagasca de Madrid, la entrevista –provocada por Alberte González Patiño, un amigo común– se tornó en una charla sobre Periodismo. De repente, me contó que iba a montar un programa de economía en Tele 5. Y enseguida me ofreció irme como corresponsal a Wall Street. “Carlos, has de saber tres cosas”, le dije, “nunca he hecho tele, no soy un experto en bolsa y no hablo inglés”. Me atajó: “¡Déjate de líos! Dime rápido si te atreves, porque quiero empezar en un par de semanas”. Así era Carlos. Había tomado su decisión, sin duda porque se fiaba de lo que le decía Alberte, por aquella época subdirector de The Wall Street Journal Americas en Nueva York. Y, obviamente, por primera vez en mi vida, hice lo que dijo Humanes.
Las batallitas y miserias técnicas de esa época quedan para otro capítulo, pero todavía sigo pensando que fue el reto profesional más apasionante de mi vida. El programa duró sólo unos meses, los suficientes para hacerme inseparable de Carlos. Y, antes de volver a Madrid, vino su segunda oferta: “Julito, ni se te ocurra buscar otro trabajo. Quiero potenciar El Boletín y El Economista y te quiero de redactor jefe”. Casi tres años me sirvieron para conocer al Boss en profundidad. Porque enseguida Carlos se convirtió para toda la pléyade que estábamos y estaríamos a sus órdenes (Rafa, Evita, Manel, Raúl, Consoli….) en “el Boss”. Y como decía María José Berrozpe, en su velatorio, ¡qué bien se le daba mandar! Y a ver quién era el valiente que no le obedecía…
En ese tiempo recibí las mejores clases de Periodismo. Las reuniones de portada empezaban con los temas del día y terminaban cuando Carlos nos veía incapaces de asumir más doctrina.
Pero ese tiempo a sus órdenes –en realidad lo he estado ya siempre, hasta la última visita a sólo un par de semanas del adiós definitivo– me sirvieron para darme cuenta de que Carlos no era sólo un maestro de periodistas. Era un maestro de la vida, de la generosidad infinita, de la amistad desinteresada y una referencia para cualquier tipo de eventualidad vital. Durante 20 años he tenido la inmensa fortuna de tener el as en la manga que representaba saber que, para acertar, me bastaba llamarle, ir a verle, quedar a comer para, en definitiva, hacer “lo que diga Humanes”.
Por todo esto y muchísimo más, es imposible que nadie comprenda mi orfandad y mi desorientación con tu ausencia maestro y amigo. Sencillamente porque ya no podré hacer “lo que diga Humanes”.
*Julio Pastor, director de Comunicación y RSC de FCC
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Lo que diga Humanes
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