Turquía es el país con mayor número de periodistas presos encarcelados,sin juicio previo ni nada que se le parezca. Nunca creí que la religión musulmana sea incompatible con la democracia, aunque hay que reconocer que con frecuencia lo parece. El fracaso de las llamadas primaveras árabes es un ejemplo. Pero quizás el caso más flagrante sea el de Turquía, donde va ya para cien años el líder Ataturk intentó, bien es verdad que de forma autoritaria y más bien despótica, romper con las tradiciones medievales del Islán e impuso normas de vida occidentales que durante un tiempo cambiaron la fisonomía del país y acercaron a sus habitantes a los cánones europeos a los que muchos ciudadanos querían incorporarse.
Pero aquel intento enseguida empezó a flaquear entre golpes de Estado y elecciones que nunca consolidaban el sistema democrático ambicionado, hasta que apareció la imagen mesiánica de Recep Tayyip Erdogán, un caudillejo respaldado por ideas religiosas retrógradas que tuvo el mérito durante casi una década de mantener embaucados a muchos colegas occidentales – como Aznar y Zapatero por citar casos próximos – que se creyeron ingenuamente sus gestos liberalizadores y sus promesas progresistas mientras por lo bajini volvía a imponerles a las mujeres el anacrónico velo, empezando por su propia esposa.
En los últimos tiempos las mentiras de Erdogán empezaron a salir a flote. Turquía, que aspira – bien es verdad que de momento con poco éxito – a entrar en la Unión Europea, es, y vale a título de ejemplo, el país con mayor número de periodistas presos encarcelados, sin juicio previo ni nada que se le parezca, y todos por arriesgarse a expresar sus opiniones o a contar la verdad. Menos mal que Bruselas no se lo ha creído, quizás porque Alemania y Francia son países serios que piensan bien sus actuaciones, y el proceso de negociación marcha tan lento que tal parece que se no se mueve. Mientras tanto, en la propia Turquía han surgido movimientos de protesta contra Erdogán y su política.
Movimientos de protesta que complican la vida cotidiana en las calles pero que no llegan a las urnas con suficiente fuerza. El caudillo surgido de un islamismo atenuado en apariencia, ha decidido convertirse en presidente de la República, en un sultán redivivo, con el declarado objetivo de convertir el cargo en el centro del poder y cabeza del Ejecutivo, y acaba de conseguirlo de manera aplastante. Bien es verdad que en las elecciones del domingo tenía poca competencia, pero las solventó con un 52 por ciento de apoyos lo que le convierte de manera automática el Jefe del Estado.
Será un milagro, después de ver su trayectoria, que desde ese cargo impulse la recuperación del proceso de modernidad que su gestión al frente del Gobierno ha interrumpido. Las libertades, empezando por la de prensa, seguirán coartadas y la vuelta al pasado en las costumbres seguramente se acentuará. Lo anticipaba hace pocas horas uno de sus colaboradores más próximos, el viceprimer ministro, Bulent Arinç, quien reivindicaba la necesidad de que las mujeres no se ría en público. Me gustaría equivocarme en el pronóstico, pero me temo que por una vez acertaré.
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El sultán retroactivo
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