Hubo una época, en sus inicios, que el término estaba bien definido. Se invocaba siempre para favorecer a las grandes multitudes en detrimento de una casta poderosa, privilegiada y hasta opresora. La gente lo comprendía y daba gracias a la revolución.
Son convulsas, traumáticas para algunos y no ajenas de errores y hasta injusticias. No existe un manual confiable de cómo hacer una revolución. Ninguna revolución es un mecanismo color rosa o azul celeste que funciona bien en sus inicios. Sólo el tiempo y quienes las hacen son los encargados de corregirlas o destruirlas.
Ya pocos evocan el término con aquella pasión inicial a pesar de ese testamento político suscrito por el propio Fidel Castro cuando definió el concepto de revolución que pocos aplican y que, paradójicamente, aparece hasta en un sitio donde se venden helados o en la puerta de un consultorio médico.
En lento, pausado y demoledor accionar, tenemos ahora mismo una etiqueta a prueba de fuego y hasta de radiactividad: “lo establecido.” Es como un escudo ante el que se despedazan los argumentos más lógicos y humanos. Pragmáticos dirían algunos: contrarrevolucionarios, otros.
La burocracia ha ido desplazando el actuar revolucionario, audaz, de tomar una decisión y punto. Demasiado miedo al error o la sanción, interminables consultas aprobatorias. Cosas que se ven y se palpa en el seno del pueblo.
DEL PROLOGO DE RAMON LABAÑINO EN 2013 Y DESDE PRISION EN KENTUCKY;
“Los procesos sociales no están escritos en manual alguno, màs bien se desarrollan sobre el camino de la obra, corrigiendo y actualizando los proyectos, pero, sin dudas, las experiencias de otros nos permiten mejorar, perfeccionar y evitar los males de aquellos.
(…) hay detalles que asombran sobremanera por su parecido a nuestra realidad actual. Entre estos se pudiera mencionar la existencia de un descomunal mercado negro.
Tomado de Socialismo traicionado, de Roger Keeran y Thomas Kenny.