Son varios los casos que conozco. Uno de ellos, muy cercano. Tuve un suegro viceministro primero de Finanzas, así como vicepresidente primero del Banco Nacional de Cuba en otro momento. Asombrado se quedaba cuando mi locuaz suegra de entonces le contaba del día a día, de la calle.
Y es precisamente la calle el termómetro perfecto para conocer un país y sus gentes. En esta profesión salir a caminarla, conversar con las personas resulta lo más parecido a una peculiar brújula que indica posición y posible rumbo.
Así, en ese andar, te percatas del aumento de la mendicidad, del disgusto e inconformidad casi generalizado, de ese rastreo constante en los depósitos de basura y hasta de niños que te reclaman algo de dinero para una simple golosina. Algo nunca visto en la historia revolucionaria. No porque me lo contaran ni leído en algún texto, sino porque lo he vivido en carne propia desde 1959.
De esa manera, topé con un joven taxista que aguardaba por recargar su tarjeta de combustible. Conversador como un barbero, contó de cuatro intentos de asalto, que ya no salía de madrugada a trabajar, que no montaba cubanos sospechosos y, lo más sorprendente en un país que no vende ni pistolas de juguete, que debajo de su asiento llevaba un revólver calibre 38.
He llegado a pensar o tal vez soñar que algo tan común en la historia de la humanidad como eso de pasar inadvertido, dejar a un lado esas súper precavidas escoltas y salir de manera anónima a la vía pública, conversar y escucharlos a todos sería la mejor solución para al menos estar enterados de cómo viven los comunes…
