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Nacionalismo y guerra

Juncker, el presidente de la Comisión Europea, hizo fortuna estos días con la alarmante frase de que “el nacionalismo es la guerra”. Suena fuerte y más aquí en España donde los nacionalismos, particularmente el catalán — junto a sus versiones edulcoloradas del valenciano y el balear –, y el vasco-navarro, han adquirido una gran relevancia y son indudablemente una de las mayores fuentes de problemas en la convivencia que tenemos que enfrentar a diario los españoles. Pero hay que añadir que esta acusación no es nueva ni mucho que se le parezca. Desde que el hombre existe hay guerras y los nacionalismos en sus diferentes variantes y pretensiones han sido y siguen siendo los mayores instigadores o desencadenantes de la inmensa mayor parte de los conflictos, particularmente los armados (no otra cosa es el terrorismo islamista). Con cierta frecuencia los nacionalismos ablandan sus planteamientos para hacerlos compatibles con los sistemas democráticos en que se desenvuelven y eso si que es aceptable mientras no aproveche para hacer trampas.

Muchas veces los nacionalismos no aceptan impíamente el juego democrático y si lo aceptan suele ser a regañadientes. Actúan con la intención más o menos oculta de dividir a la sociedad y de imponer sus ambiciones partiendo de una convicción supremacista de las peculiaridades de su cultura o lengua materna y a menudo de tics incluso sobre sus diferencias raciales, como fue el fundamento del nazismo. Indudablemente van en contra de los tiempos y de la poca racionalidad que la historia nos ha proporcionado.

Mientras la mayor parte de los ciudadanos propugnan el entendimiento, la tolerancia con sus diferencias y la convicción de que unidos es mejor para todos, los nacionalismos en cambio intentan justamente lo contrario: fragmentar, dividir, separar, reafirmar diferencias y condiciones fundamentadas a menudo en argumentos intrascendentes, cuando no falsos. Lo estamos viendo estos meses con el nacionalismo catalán que, rompiendo con una cierta tradición de moderación y aceptación democrática, se ha desatado contra todo y contra todos.

En España los nacionalismos existen desde hace tiempo y es ahora, en que paradójicamente muchas de sus exigencias se han visto reconocidas y colmadas, cuando su actitud se ha vuelto más radical y amenazante. Todavía no nos hemos olvidado, ni se olvidará tan pronto a ETA, a Terra Lliure, al MPIAC o el Exercito Guerrilleiro de Galicia. Fueron todas organizaciones nacionalistas violentas y causantes de muertes en su empeño por hacer valer sobre los demás sus supuestas diferencias.

Lo más lamentable es que algunas organizaciones nacionalistas, y particularmente las catalanas, han estado aprovechando el reconocimiento y la aceptación de sus ideas para, lejos de aceptar el acomodo político que se les brindaba, propiciar justamente lo contrario: responder con la traición y el rechazo a la concordia. Insisto, no es nada nuevo y por desgracia muy desalentador.

Nadie con sentido democrático pretende neutralizar las ideas nacionalistas y perseguirlas como hizo durante décadas el franquismo; todo lo contrario. La Constitución reconoce el derecho a convivir dentro de las diferencias lo cual implica cesiones y aceptaciones pero no puede admitir conspiraciones ni engaños en la relación como ha sido el “procés” en Cataluña. Los nacionalistas discrepan de la aplicación del 155 que temporalmente anula la autonomía catalana. Ellos se lo han buscado.

El Estado tiene la obligación ineludible de defender la igualdad entre los ciudadanos y protegerlos ante las amenazas violentas o simplemente de la imposición política de algunos, de quienes se empeñan en crear fronteras y enfrentar a las personas que no comparten sus intenciones discriminatorias. Los nacionalismos son fuente continua de guerras en todo el mundo y a lo largo de toda la Historia, sí. Por eso es imprescindible que sin privarles de sus derechos, también se limiten sus objetivos.

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Diego Carcedo

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