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El reino de las deudas

En los pueblos, lo mismo que en muchas ciudades, existía desde antiguo la creencia aldeana de que los mejores alcaldes eran los que dejaban más endeudados a los ayuntamientos. Terminar el ejercicio con superávit era contemplado como un ejemplo de incompetencia y pésima administración. La teoría era que había que tirar de talonario y dejar las cuentas en números rojos. Era, se decía, la prueba más evidente de eficacia, haciendo obras a diestro y siniestro, contratando amiguetes y siempre partiendo de la convicción de que alguien vendría detrás que se encargaría de pagar.

Esa tesis fue nuestra perdición. Entonces no estaban detrás las agencias de evaluación de riesgos y si las cosas llegaban a mayores el Estado acababa resolviendo los excesos. El crédito fluía con facilidad con la tibia garantía que brindaban las entidades públicas y al margen de la irresponsabilidad de sus gestores. Primero los alcaldes y luego los presidentes autonómicos querían perpetuarse para la Historia como los que habían conseguido crear una universidad sin nivel a la puerta de casa, levantar un pabellón deportivo gigantesco y construir un aeropuerto sin vuelos al lado de una estación del AVE.

Un disparate multiplicado por decenas y hasta millares de organismos públicos que dejó los presupuestos hipotecados para décadas y la solvencia del país para el arrastre. Actualmente hay municipios cuyos ingresos no llegan para pagar los intereses de las deudas contraídas. Sus alcaldes pueden presumir de obras faraónicas entre las que no falta un museo, cuando no dos o tres, sin interés alguno y sin visitantes. El descontrol en el gasto y la ambición de notoriedad de los responsables de mantener una buena gestión sólo es digno de engrosar el libro de récord en su capítulo de irresponsabilidades.

Estamos asistiendo a un relevo en las administraciones autonómicas y locales y los nuevos gobernantes se echan las manos a la cabeza ante la herencia recibida de sus predecesores cuando pertenecían a otro partido, pero se olvidan de que donde gobernaban los suyos la situación no es diferente. Nadie debería lanzarse con la frivolidad política con que se está haciendo a culpar a los adversarios sin comprender que quien más quien menos tiene en su entorno similares resultados. La intención de perpetuarse como buenos alcaldes y presidentes convirtiendo al país en el reino de las deudas, ha sido contagiosa y ahora, claro, nadie sabe cómo pagar la factura.

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El reino de las deudas

Diego Carcedo

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