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Matando moscas, sí señor

Matamoscas

Matamoscas

Hacia ellas van esos golpes demoledores, homicidas, de rabia y soberbia que asustan al perro que busca refugio dentro del dormitorio. Entretenido, evitando una falta de ortografía o error de concordancia, cae una, cual kamikaze, en la taza de café recién servido. Por seguro tuvo madre.

Si es que aquel afamado señor llamado Alfred Hitchcock se empequeñece con  la memorable cinta Los pájaros.

Llamada a un vecino para indagar si está en las mismas. Confirmado, positivo, el asedio es constante e inclemente. Unos dicen por los aguaceros que no han parado desde hace más de diez días, que las tiene como tontas, abobadas, pero en persistente molestia.

Otros, que por la lluvia han abandonado sus cuarteles generales en los basureros eternos de las esquinas para atacar bajo techo en solitario o en formación de combate.

Encima, mi compañera me saca de paso, que deje lo que estoy haciendo para bajar al garaje en busca de pasta dental que ha venido el que trueca ajos y cebollas por artículos de aseo o limpieza. Ya pocos venden; cambian en raras e incomprensibles tasas de valor para un economista alemán o una eminencia salida de Harvard.

Osadas y temerarias las moscas. Te entretienes un minuto en otros menesteres y se posan retadoras encima del letal artilugio chino. Tarde entretenida, moviendo músculos, afinando puntería, en la búsqueda de un descanso para en breve iniciar otra batalla más delicada: los mosquitos.

Y luego te piden los amigos que cuentes cosas de La Habana, una ciudad sin insecticidas…

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Matando moscas, sí señor

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