Entonces, como dictaba aquel trovador, éramos tan jóvenes que no necesitamos de un manual de historia para enterarnos cómo fueron aquellos años de encuentros y desencuentros, de Servicio Militar Obligatorio, campañas íntegras de cortes de caña en zafaras azucareras, movilizaciones de todo tipo con un fervor y entusiasmo a prueba de balas ante todo los que nos pedía la naciente revolución.
No pocos, en la década siguiente de los 70s marcharon bajo el paraguas de aquellas canciones venidas de lejos y cantadas en inglés a jugarse la vida no en tierra propia, sino en lejanas geografías del continente africano.
Con el tiempo, muchos se largaron de la isla; otros estamos aquí. Nos unen todavía las canciones. En el Fellini tenemos sorpresas a cada rato al encontrar viejos compañeros de estudio que partieron hacia Miami hace casi cincuenta años en aquel éxodo de 1980 por el Mariel.
Por todo ello, por el poder mágico que encierra la buena música, asistir al Fellini no es sólo para escuchar un Proud Mary de excelencia en la voz de la magistral Lily Ojeda, con jarra de cerveza a módico precio, sino trasladarse en cuerpo y alma, incluido añejos olores y vivencias de años mozos hacia esa etapa de nuestras vidas donde soñábamos las 24 horas.
Una “misa” casi de carácter obligatorio con un Carlos Carnero o Dagoberto Pedraza, entre otros, encima de un púlpito regalándonos recuerdos y trasladándonos en el tiempo.