Parte el alma en pedazos porque en ella uno ve a su abuela, madre, tía o hermana. Quien sea. Un ser humano, ya frágil de pies a cabeza, sometido a ese peculiar Vía Crucis hacia un indefinido Calvario. Y lo primero que llega a la mente es el repudio para quien le ha permitido salir cual babosa con caracol a la vía pública en busca de algo que pudiera resultar material o espiritual.
No me puedo contener. Voy a su encuentro. Sin mediar saludo alguno le ordeno:
-Súbase a la silla, que la llevo… ¿Para dónde va usted?
Entonces, una tierna y agradecida sonrisa:
-Gracias, corazón. Voy a la bodega. Esto lo hago todos los días.
Y me vuelve a resquebrajar los sentimientos porque, en efecto, lo hace todos los días. Este domingo la he vuelto a ver. Aunque fuera por el pedazo de pan que le corresponde o lo que le tocase por cartilla de racionamiento, se me antoja que está como de penitencia, que la bodega se le convierte en un Calvario a unos 400 metros de donde vive. Un acto de supervivencia de ida y vuelta.
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