Nada de impecable uniforme de camuflaje como suelen aparecer algunos en fotos. No señor, magullado de pies a cabeza y con serios impactos de metralla en el casco protector. Cuantos pasaron por su lado no le atendieron tal vez ocupados en otros menesteres de la paz o los vicios del olvido.
Entonces, ese niño que llevamos todos por dentro más imborrables escenas de combates vividos en tierras lejanas, me obligaron a socorrerle, a no dejarlo morir sin gloria alguna en esa esquina muy próxima a un tragante que con las próximas lluvias le conducirían a igual derrotero como en esa historia infantil de El soldadito de plomo.
A casa, compañero. Algo de agua y calor para componerle el pie herido. Unas breves palabras identificativas de número de chapilla, regimiento y a quién avisar. Los soldados son, en cualquier guerra, la primera y última carta. Los primeros en morir y los últimos en ser reconocidos.
Nadie le ha reclamado. Desde entonces, ocupa sitio frente al ordenador. Y no son pocas las charlas que tenemos con olores a pólvora, muerte y vida.