El pasado viernes amanecí con una suerte de punzada algo molesta en la base que comparten los dedos índice y medio. El sábado ya el dolor se había extendido a toda la inflamada mano. Al amanecer de este domingo era insoportable, de urgente atención.
Mañana en el Cuerpo de Guardia del hospital ortopédico Fructuoso Rodríguez, en la capital cubana. Despejado el salón de espera y presto el galeno para recibir el próximo caso. Aunque a todas luces no era cubano, tenía un dominio perfecto del español, aspecto nada sorprendente en nuestros hospitales.
Un tipo joven, educado, amable y sobre todo muy didáctico en la explicación de mi contratiempo. Le felicito por el uso del idioma y la atención profesional. De paciente a la profesión: Era de Sudán del Sur. Aquí en Cuba hacía la especialidad.
Lo que sentí fue algo similar a un ligero pase de corriente eléctrica de alto voltaje al conocer su procedencia. De repente me vi frente a la hembra más perfecta, sin gimnasios ni dietas exquisitas que he conocido en mi larga vida. Maimuna, una sudanesa comprada por unos seminómadas que durante la guerra contra Somalia en el desierto del Ogaden, Etiopía (1977), el mando militar de ese país optó por sacarlos de la zona y ubicarlos lejos de tal escenario.
Allí, en Andeguelmo, una pequeña aldea asentada en fértil comarca, rodeada de centenarios eucaliptos, con un lago que semejaba un mar en calma, a poco menos de un kilómetro de la carretera que une las ciudades de Harar y Dire Dawa, vivía Maimuna ya viuda. Diferente a las demás hasta en la forma de vestir. No exagero si llamaba la atención a cien metros de distancia.
Casi tres meses ya en tiempos de paz, costó acercarme a esa joven hecha a mano excepto del tobillo hacia abajo porque nunca conoció calzado alguno. En eterno recuerdo aquel día en que lavaba el uniforme a la orilla del lago y llegó ella pidiéndome el jabón.
-Salam, guandeña, anta sabuna -rogó con dulzura.
Malicioso le dije que sí bajo la condición de que me lavase la cabeza inundada de esos diminutos chupa sangre que los nativos llamaban “igyirus”. Respondió de modo afirmativo, que entrara al agua. Así hice. Al voltearme, estaba completamente desnuda. Si no temblé a mis 25 años de edad en la guerra, en ese instante lo hacía con movimientos sísmicos de gran magnitud y no por la frialdad de sus aguas que en invierno provocaban escarchas en la orilla.
Pequeño que es este mundo. Un pañuelo, aclaran muchos. Con amores, aunque platónicos, que no se olvidan. Vuela la imaginación a saber si eran parientes el uno y la otra. El mundo inundado de chinos y ahora este sudanés sureño sacado con pinzas y colocado en La Habana.
-Doctor Elías, ahora sí haré el reposo absoluto de mi inflamada mano con sus veintisiete huesos y multitud de nervios en total insubordinación. De tu paisana Maimuna hay mucho que contar…
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Ese buen médico; aquella escultural mujer
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