Y no tenemos que acudir a ese espléndido espectáculo que nos brinda la naturaleza en la frontera gringo-canadiense para confirmar la fama de los cubanos en tan temerario cruce imaginativo o metafórico.
No pocos observan el descomunal peligro que representa. Sin pensarlo dos veces optan por la vía del puente que divide a ambas naciones ante la certeza de que ninguna autoridad de los países involucrados se dedique a su control o regulación. Caminas, cruzas y cero preguntas. Esas, llegarán más tarde.
Debo confesar que, de pie, en pose de pistolero ya retirado del viejo oeste, observé la mínima distancia hasta territorio estadounidense para darle entrada de inmediato a esa fábula narrada por Esopo con la zorra y las uvas: estaban todas verdes.
En épocas de estudiante, cuando soñaba con ser actor teatral, no logré convencer a mi compañero de aula para llevar a las tablas del instituto preuniversitario la obra del peruano Alonso Alegría, El cruce sobre el Niágara, basada en hechos reales, con sólo dos personajes.
Casi cinco decenios después, cada vez que me reencuentro con mi amigo Almeida por algún callejón de la Habana Vieja, que ya no es gordo, le sigo llamando Blondin (el equilibrista francés) para conminarlo al gran salto, pero siempre responde con una indescifrable mueca acompañada de que “ya estamos muy viejos para tan temeraria aventura”.
Mil metros de ancho bajo el frenesí de las aguas a 109 km/h para salvar la distancia, mientras que decenas de años para cruzar obstáculos y dificultades. He ahí la diferencia numérica y conceptual para atravesar el Niágara que también tenemos en Cuba.