Música en vivo como ocurre a cada rato. Sin sitio donde dejar el auto. Concurrida a tope la calle con matrículas diplomáticas y empresas extranjeras en mayoría. Algunos particulares con vehículos modernos recién llegados a la isla. Pensé que ensayaban, pero no, tocaban con tal desparpajo una suerte de rumbita con el afamado bolero de Isolina Carillo (1907-1996), Dos Gardenias.
Para colmos, con esos tan socorridos y cansones llamamientos a subir las manos y hacer coritos a la fuerza que tal parece que lejos de animar, el cantante deseaba no trabajar para que lo hiciera el público, que abandonara el tenedor y con la boca llena de comida, en proceso de insalivación-masticación, entonara el estribillo que él proponía.
¡Ay, Isolina, descansa en paz y no te dejes provocar, por favor!
Será, se me ocurre de momento, que uno ya está viejo, acuñado de otras maneras y añore la buena música de tiempos pasados en padecimiento nostálgico crónico o que nos ha tocado vivir, feroz reguetón de por medio, un nunca visto retroceso de nuestro mejor repertorio popular.
Buena música que se escuchaba hasta cuando en el transporte público se subía un tipo guitarra en mano y en guayabera para deleitarnos con un son o un bolero que entonces no existían tantos géneros como ahora, se recostara en la esquina del chofer y luego pasara el cepillo con el aquello de “coopere con el artista cubano”.
Si así ante una alteración del orden público acude de inmediato un coche policial o cuando el problema tiene otros colores y arriba un patrullero gris con las siglas del G-2 Seguridad del Estado, el Instituto de la Música debería de poseer vehículos similares para entrar en acción cuando ocurran estos crímenes musicales.
En el mejor estilo del narco colombiano Pablo Escobar, los de esta noche desenterraron a la gran Isolina y la volvieron a matar de soberano disgusto mientras pisoteaban con fuerza las gardenias además de reclamaban un corito cómplice.
(A la memoria de Carlos Humanes, un apasionado de Dos Gardenias)