Allá por los 80 del siglo pasado fui alumno, no muy aventajado por cierto, de la escuela de idiomas Abraham Lincoln que hoy es el centro formador de diplomáticos, el Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI) del ministerio de Relaciones Exteriores de la República de Cuba.
Todavía los hay, trasnochados de pies a cabeza, que siguen pensando en la hermandad y buenos oficios de aquella relación con la antigua Unión Soviética. Son los que no han tenido la suspicacia de notar en los filmes bélicos rusos que se ven en la isla que dentro del submarino nuclear los marineros tratan a su jefe de señor y no camarada.
Los que debimos estudiar en Moscú y otras capitales de aquel inmenso territorio multinacional llegamos con el tiempo a querer tal lengua. Tanto, que no pocos osados se atrevían ante su novia soviética entonar canciones amorosas casi a la perfección.
De esas memorables jornadas donde conocimos la nieve, ellos aseguraban que ese fantástico refrán de “los optimistas inventaron el avión; los pesimistas, el paracaídas” con el tiempo descubrimos que no era cierto.
Los “bolos” ya no son tan redondos. El capitalismo viste sus mejores atuendos en el Moscú de hoy y muchos de los rusos que se acercan a Cuba para negocios de diversas formas, no son militantes comunistas, sino que militan en el sector privado.
Nuestro país, como alguien sentenciara hace muchos años, es como inmenso portaviones que apunta a territorio gringo. Quizás ahí radique la conveniencia de conocer ruso para evitar gato por liebre. Y quien dice ruso, también mandarín y hasta turco o dominar el lenguaje de señas. Nadie sabe. La posición geográfica de la isla está en la mirilla de buenos y malos en este culebrón que comenzó cuando llegaron las carabelas del Gran Almirante.
De modo y manera que dejar a un lado esa diarrea de filmes de la India que constantemente nos proponen, y acercarnos algo a las clases rusas porque el diablo son las cosas…