Partió en la noche del puerto del Mariel, en silencio cómplice, el convoy de cinco buques mercantes convertidos en cruceros bélicos para que, en la mañana de alta mar, el hombre gritara que lo ayudaran a salir de aquel sofocante polvorín entre tanques de guerra, cañones y granadas activadas de mortero. Era flaco y alto, canoso, con esa buena sonrisa que son capaces de lograr esmerados artesanos de prótesis dentales.
Sin vuelta atrás, hubo que aceptarlo en el regimiento. Allí, en un rincón de lo que sería una fábrica de fósforos a unos 15 km al norte de Luanda, Angola, a principios de 1977, montó un rudimentario taller multi oficio donde le dio solución a apremiantes problemas del joven contingente. Entre ellos, una suerte de troquel para hacer sobres de correspondencia.
Mucho que disfrutaba escucharle sus historias de la clandestinidad en épocas de Batista, debatir y confrontar criterios de lo bueno y lo malo del comunismo, las noches en la Habana y sus mujeres de “vida alegre” entre otros temas de una ciudad que no dormía. Cierta tarde dominical de sosiego, en la que discernía con aires filosóficos aprendidos en el bregar de la calle, me dijo con toda la solemnidad posible de un cura en púlpito:
-Nunca sigas hombres. Sigue ideas.
Otro motivo para didácticas discusiones que perduran hasta la actualidad.