Cuando se vive en total emergencia o bajo economía de guerra, como nos ha convocado la más alta dirección política cubana, habrá que estar preparado y convencido de que ese es el camino a tomar. Modestamente, me ha tocado sobrevivir a tres conflagraciones muy lejos de casa. Alguna experiencia se lleva uno consigo.
Y bajo esa convocatoria, que no me pesa admitir públicamente en tema tan íntimo, estoy pensando muy en serio ser castrado a la par de mi fiel mascota Max, un cocker spaniel de cinco años de edad en variante inglesa.
Un tacto rectal al animalito y próstata inflamada. Análisis de sangre, tratamiento con antibióticos y antiinflamatorios, ultrasonido y turno para operación en una clínica veterinaria privada donde no falta ni el alcohol, además de una higiene impecable.
En paralelo, por otro sitio más humano, no tan perruno ni gatuno, el mismo diagnóstico o cuando menos similar, pero con los inconvenientes y carencias que padece nuestra salud pública que ya son harto conocidos en medio mundo. Tanto, que han llegado al salón plenario de Naciones Unidas.
Nada, damas y caballeros, que estamos ante una versión libre de esa pieza del argentino Osvaldo Dragún, El hombre que se convirtió en perro, que tuve la osadía de interpretar en un festival de aficionados cuando era estudiante de preuniversitario bajo la magistral dirección de Armando Suárez del Villar.
Cosas de la vida, coincidencias de la ficción que se abrazan con la realidad. Pendiente ahora para convencer al veterinario, que me ofrezca buen precio en ese peculiar dos en uno porque lo primero es y será la vida misma sin importar dónde ni cómo se intente lograrlo.
