Las guerras siempre dejan caídos por las causas, justas o injustas, da lo mismo. Ahí están todavía en las fachadas de muchas iglesias las listas de los que dejaron la vida por Dios y por la Patria. Con Franco al mando… claro. Los otros, no; muchos aún siguen por las cunetas. Pues ahora, aunque no se expresa en términos bélicos, vivimos empeñados en otra guerra, la guerra contra el déficit donde uno de los bandos contendientes, sin himno ni bandera, lucha con el apoyo de los alemanes mientras el otro, derrotado a priori y desarmado aporta sus caídos sin derecho a memoria.
Nadie va a reconocerles méritos heroicos ni es probable que sus vidas perdidas o en riesgo vayan a ser premiadas con medallas o laureadas. Están predestinados a pasar como caídos sin nombre propio como consecuencia de las medidas que se le están imponiendo a la sociedad con desprecio a su derecho a tener una vivienda, a su salud, a su estabilidad mental y a sus responsabilidades familiares. Muchas vidas perdidas son la consecuencia de la impotencia y la desesperación.
Los suicidios aumentan y los riesgos, también. Los caídos por el déficit y por las órdenes de Angela Merkel aumentan casi a diario, unas veces colgados de una soga, otras entre los bandazos de un coche que se salta las reglas del tráfico para llegar a tiempo con un infartado a una clínica de urgencia de las que todavía no han sido cerradas para ahorrar. Algunas víctimas de la austeridad impuesta a sus vidas van salvando sus vidas, pero no su integridad física.
Bastantes combatientes por la supervivencia y la justicia están sufriendo su actitud con heridas — hasta la pérdida de ojos –, magulladuras o intoxicaciones fruto de la contundencia con que unos policías, que seguramente en su fuero interno preferirían estar del lado de los reprimidos, disuelven las protestas y reivindicaciones de las víctimas de la crisis. Esta es una guerra no declarada oficialmente, donde muchos ciudadanos quieren sobrevivir y en su empeño por lograrlo se quedan en héroes a olvidar.