En este vertiginoso regreso al pasado que protagoniza en los últimos tiempos la sociedad española, quizá se encuentre también la semilla de un movimiento, todavía incipiente, destinado a hacer añicos las bolas de cristal de la desesperanza que dibujan para España un futuro aciago.
Si las últimas tecnologías aislaron a los ciudadanos e, indirectamente, propiciaron la pujanza de los movimientos políticos, como el neoliberalismo, en los que el individuo actúa buscando únicamente su propio beneficio y la insolidaridad estaban en el centro de la acción política, ahora el inesperado regreso de la pobreza ha vuelto a poner en valor la vigencia de las acciones colectivas como fórmula de propiciar los avances hacia una sociedad más justa.
El éxito que han obtenido movimientos como la reciente resistencia ante los desahucios, cuando menos desde el punto de vista de generar un estado de opinión, tiene su raíz en la solidaridad, un arma letal infalible cuando se utiliza en las batallas que merece la pena ganar y un sustento ideológico necesario para cimentar la acción común que muchos filósofos a sueldo de la rancia y envejecida cuadra posmoderna intentaron enterrar para siempre.
Pero, la última mutación del 15M, un movimiento en el que quien escribe estas líneas no creía en sus inicios y que, sin embargo, puede haberse convertido ahora en una poderosa alternativa parece sembrar las bases de un movimiento, más allá de lo folclórico que puede acabar de una vez por todas con el predominio de esa aristocracia financiera global que ha convertido al mundo en un lugar aún más inhóspito de lo que ya era, porque aquella protesta sin dirección que surgió como un gigantesco anuncio publicitario con la acampada de Sol, se ha fragmentado para trabajar desde los barrios y enfrentarse a los problemas desde su raíz con la fuerza de la unidad como premisa.