Cuando se aproximan elecciones, los periódicos y las declaraciones de los políticos se llenan de datos aportados por los institutos demoscópicos con aparente rigor científico sobre las intenciones de voto de los ciudadanos que recuerdan mucho aquella conversación telefónica del chiste:
— Oiga, ¿es el 439 86752?
— Pues, no señora, no: no acertó usted ninguno.
Con las encuestas en España suele ocurrir lo mismo. Se barajan cifras y porcentajes que luego, llegado el momento de la verdad, el recuento de las papeletas no confirma ni uno. Cuando alguno coincide, porque eso es inevitable, no parece que sea otra cosa que el fruto de la casualidad. Estos días pasados hubo elecciones autonómicas en Andalucía y Asturias y las encuestas barajadas hasta la saciedad las vísperas, cumplieron la tradición.
Ni siquiera las que se hacen en el día de las votaciones a las puertas de los colegios, cuando las papeletas ya están depositadas, aciertan. Hasta el CIS, que en el pasado gozaba de fama y bien ganado prestigio, se equivoca de manera bochornosa. ¿Por qué?, hay que preguntarse Porque por ahí afuera eso no ocurre, o cuando menos no ocurre con tanta reincidencia. Vamos a verlo en Francia dentro de unos días y estoy seguro de que no quedaré por temerario. Apuesto doble contra sentido que las encuestas, que ya anticipan hasta el resultado de la segunda vuelta, acertarán.
Aquí en España sólo se intuyen tres explicaciones: o que los encuestadores no conocen su oficio y trabajan sin el rigor imprescindible, cosa que no quiero pensar, o que los españoles no nos tomamos estas cosas en serio y mentimos como bellacos, cosa que estoy seguro que no es verdad o que todo esto es puro mosqueo. Mientras, los partidos y los medios siguen gastándose la pasta que no tienen en encuestas que apenas sirven para marear la perdiz y, si acaso, para calmar la tensión que crea la incertidumbre. Seguiremos leyéndolas, escuchándolas y manejándolas en nuestras discusiones políticas.