Encontrar trabajo cada vez resulta más difícil para todos, pero especialmente para los gordos y los feos. Lo ha denunciado un portavoz de la Fundación por los Derechos Humanos y no hay argumento alguno para dudar de que es verdad. Uno envía currículos, busca enchufes y acude a entrevistas de selección, pero si no presenta un tipo esbelto y un careto guapo, puede darse por jodido.
El aspecto es lo que vende, y no sólo cuando se trata de presentadores de televisión ni de exhibidores de modelos de chaquetas que luego no hay dios quien ponga. La sociedad que nos ha tocado lidiar de justicia social se preocupa poco y de igualdad, nada. El mundo es de los agraciados por los cánones estéticos de la época y los caprichos de los creadores de moda empeñados en que renovemos el vestuario tres veces cada temporada. Claro que si echamos la vista atrás en el tiempo comprobaremos que esto no es tan nuevo como parece ni muchísimo menos un invento del coyuntural pijerío reinante.
Hace bastantes años ya se entonaba una canción, tontorra como ella sola, que ordenaba morirse a los feos, como si fuesen culpables. Hay feos que lo sobrellevan bien, como uno que se anuncia en el rastro con un cartel en el que exhibe su condición como garantía para la mujer que cargue con él de que, siendo tan poco atractivo, ninguna otra se lo levantará. Incluso hay ilusos que intentan que nos creamos que el hombre, al igual que el oso, cuanto más feo es más hermoso, cosa que las mujeres sospecho por experiencia que no comparten, y los empleadores, menos.
Altos, guapos, flacos, y de preferencia rubios, son sin duda los privilegiados de una fortuna que no tiene en cuenta ni ideas políticas igualitarias de derechos ni nada que se le parezca. El que aporte estas condiciones físicas tiene más posibilidades de triunfar aunque luego no sepa dar un palo al agua ni sus conocimientos sean los deseables, pero ese es otro cantar que el cultivo a la imagen acabará pagando a tocateja.