Prepararse para lo peor

El cambio climático, que muchos se resisten a aceptar como inevitable, traerá males sin cuento. Más incluso de los ya conocidos, que nadie se engañe. Muchos gobiernos se resisten a tomar medidas y vamos a pagarlo todos de muy diferentes maneras, y ninguna buena. Los desastres naturales, que quizás hayan empezado ya, destruirán regiones. El calor derretirá los polos y desertizará los continentes. Las calamidades se multiplicarán con hambrunas, epidemias y calamidades mil que enseguida derivarán, o propiciarán, otros problemas, desde guerras en disputas por elementos tan esenciales como el agua hasta el incremento de Estados fallidos, cuyos primeros ejemplos ya los tenemos en Somalia o Yemen, y de regímenes autoritarios. Por si no hubiese pocas dictaduras ya, los genios de la prospectiva auguran que aumentarán. Hay quien sigue creyendo que con ametralladoras en los tejados, censura en las redacciones y cárceles voluminosas para los discrepantes, los problemas se resuelven. Parece que Asia y el Próximo Oriente serán las zonas más proclives a las intervenciones militares con el objetivo de endurecer las condiciones, aunque no habrá que descartar a los otros continentes. La democracia sufrirá las consecuencias de la contaminación atmosférica, tal y como si respirar gases contaminados predispusiese en enturbiar la convivencia y darle una estocada a las libertades. Que no nos pase nada antes de empezar a sentir cómo los pulmones se nos empapan con anhídrido carbónico en estado líquido o cualquier otro elemento intoxicante. Lo de respirar aire puro, que siempre ha sido una ambición de montañeros y veraneantes rurales, va a volverse imposible si tan negros augurios se cumplen. Que se cumplirán si evitarlo sigue en manos de seres de carne y hueso. Nunca hay que olvidar la realidad de la condición humana, integrada por seres capaces de tropezar dos veces en la misma piedra y, llegado el caso, capaces de matar y hasta de suicidarse por una nimia cuestión de celos.