Va uno dentro de un año a doblar el cabo del medio siglo con total indiferencia a las averías que deja el paso del tiempo pero con la memoria fresca en el doble sentido. Y, en esa memoria, guarda el recuerdo de un país cateto y de luto que viví en la infancia, una España en blanco y negro que se ahogaba en las cuestas con un seiscientos que era el mercedes del pobre, por tanto transporte popular. Excepción hecha de las escenas de las películas de López Vázquez y de Alfredo Landa, el país era una cosa más bien triste y de largos viajes en trenes borregueros.
Esa memoria luego salta a lo reciente y es el AVE, la ropa colorida de Zara, los múltiples canales de televisión y una forma de vida bastante holgada cuando no vida de nuevos ricos. Que levante la mano el español que no haya pasado sus vacaciones en el Caribe o que no vaya por la tercera reforma de la cocina.
Según parece la crisis, que es niebla espesa, cuando disipe nos dejará un paisaje muy diferente a lo último que estábamos acostumbrados a ver. Será algo distinto, quizá no tan de luto pero sí menos rumboso, menos de atar perros con longaniza. Parece que no nos queda otra hasta que no consigamos una mutación genética que nos permita tragarnos los ladrillos como si fueran caramelos de un cuento infantil, pero de momento la arcilla da un horroroso ardor de estómago.
Lo que venga tiene que ser muy distinto en calidades y acabados, en general. Menos mármol en el descansillo y algo más de pana en el armario.