No todo el mundo tiene la suerte de Diego Pastrana, cuando iba a ser lapidado en la plaza pública en “ejecución sumarísima”, llegó el mensajero con la carta que probaba su inocencia. En el cine se habría terminado ahí la película y alguien le hubiera traído un vaso de agua al actor, pero no estamos ante una película y a Diego le va a costar media vida recuperarse del miedo que ha enfriado sus huesos.
Ni violó, ni mató, a una niña de tres años, por lo tanto es inocente y víctima por partida doble de un error médico y de una calamidad mediática. La loca carrera por la audiencia, por ganar lectores y espectadores nos ha traído hasta este lugar del asco. Quizá pedir perdón sea poco puesto que mañana volveremos a caer en el mismo pecado.
Lo que le ha pasado a Diego es que las “alegres comadres” de la plaza pública han puesto por delante la condena y luego ya veremos qué hacemos con la sentencia, tal y como decía la reina de “Alicia en el País de las Maravillas”. Su cara mal afeitada saliendo de la comisaría fue elemento suficiente para que fueran a por él sin ningún tipo de piedad porque cuánto más se revuelve el condenado mayor es la diversión.
Después de haber sido obligado a ver fotos de la autopsia de la niña mientras le gruñían unos policías en la nuca, después de haberse visto en primera página de los diarios nacionales, a Diego le va a costar mucho trabajo creer en la bondad del ser humano. En realidad ha vuelto de un paseo por el infierno, no todo el mundo puede contarlo.